Introducción:
La filosofía de fines del siglo
XVIII y de principios del XIX, por su marcado carácter individualista y
crítico, conceptuaba el derecho como una hechura de la razón humana. De ahí que
éste dependiera, en cada país, de sus legisladores. La ley era su fuente; podía
establecerlo, enmendarlo, improvisarlo. Semejante doctrina tenía como
consecuencia lógica y práctica el principio que se ha llamado de la
codificación. Todos y cada uno de los pueblos, con el fin de mejorar las
condiciones de la vida ciudadana, debían dictarse códigos completos,
racionalmente concebidos y desarrollados, que provinieren y resolvieren
cualquier conflicto y dudas jurídicas. Fuentes claras y precisas, puestas en
conocimiento de todos, reducirían y simplificarían la acción de los tribunales.
Los jueces, en los pocos casos en que fueron requeridos, no necesitarían ya de
consultar los viejos estatutos, las costumbres antiguas, los principios del
derecho romano, pues siempre hallarían previstas y solucionadas las
controversias y pleitos. Era el principio jacobino de la Revolución francesa
aplicada al derecho: destruir las tradiciones para crear, según los dictados de
la razón, el mejor derecho posible, y crearlo con la eficacia de códigos
completos y sistemáticos que derogasen las leyes y costumbres del pasado y
establecieron el derecho y la justicia del porvenir.
Contra esta tendencia
reaccionó vigorosamente la Escuela Histórica. Las primeras bases de la nueva
doctrina jurídica fueron sentadas por Gustavo Hugo (1768-1834). Pero el
verdadero fundador de la escuela, el que la cimentó definitivamente y dedicó su
vida a difundirla, fue Federico Carlos von Savigny (1779-1860), sin duda unos
de los más grande jurisconsultos del siglo XIX.
Aunque sin atacar
directamente al racionalismo jurídico, Hugo, conociendo las generalizaciones de
la escuela de Vico, de Montesquieu y de Herder, e instruido en las teorías
filosóficas de su época, esbozó el concepto histórico del derecho. Su “Manual de
derecho natural como una filosofía del derecho positivo” (Lehrbuch des Naturrechts als eine Philosophie des positiven Rechts,
1809) se divide en dos partes. Trata la primera del hombre, considerado a la
vez como animal, como ser racional y como miembro del Estado, es decir, desde
puntos de vista complejos y reales. En la segunda, al exponer los principios
del derecho civil y del derecho público, comienza por examinar la cuestión capital de cómo se
ha formado el derecho, y, en un pasaje notable, siembra los gérmenes de la
Escuela Histórica. Comprueba, en efecto, que, en todos los pueblos,
especialmente en Roma y en Inglaterra, el derecho se ha formado fuera de la
autoridad legislativa, ya en la costumbre y el derecho pretoriano, ya en el “Cannon law”.
Completó Hugo esta noción en un artículo
famoso titulado “¿Son las leyes las únicas fuentes de reglas jurídicas?”
(1814). Hizo en él su comparación entre el origen del derecho y el del
lenguaje, que luego habían de repetir casi todos los tratadistas clásicos de la
Escuela Histórica. Hasta tiempos cercanos se había supuesto que un Dios creó al
hombre, enseñándole de golpe y zumbido el lenguaje. El lenguaje, inventado así
por Dios y revelado a la humanidad, habría sido instituido como por una ley.
Otros pensaban que fue creado por los hombres, quienes, en un acuerdo mutuo y
común, dieron un significado preciso a las palabras… Ya nadie atribuye al
lenguaje semejantes orígenes, decía Hugo. La moderna filología enseña cuál es
su verdadera génesis y de dónde arrancan sus progresivas transformaciones. El
hombre primitivo debió servirse de unos cuantos gritos onomatopéyicos casi
inarticulados para expresar las sensaciones de dolor y de placer, el hambre y
el amor, el peligro, la contrariedad y el triunfo, el odio y la simpatía
social. Poco a poco se fue precisando el significado de estos gritos, hasta
articularse en forma de raíces lingüísticas. Luego, las facultades de
generalización de la mente humana llegaron a expresar, con un sonido dado, una
cualidad dada, y de ese sonido han derivado los adjetivos, sustantivos y verbos
referentes a dicha cualidad. Por ejemplo, de las raíces que han significado, en
sánscrito, lo que se arrastra, lo que corre y lo que manda, han precedido los
sustantivos serpiente, caballo y jefe, y de estos sustantivos, los verbos
arrastrarse, correr y mandar.
Del mismo modo, la costumbre
y el derecho se ha producido y desenvuelto gradualmente sin la intervención directa
y súbita de Dios, ni de ningún pacto o acuerdo humano. Las necesidades y usos de
los pueblos han sido las verdaderas causas de la formación paulatina del
derecho, que viene así a ser un producto de la historia. “Es una parte de la
lengua, agregaba Hugo. Lo mismo podría decirse de toda ciencia: una ciencia es
un lenguaje bien hecho. Ni siquiera las matemáticas son excepciones de esta
regla… Ella es todavía más verdadera en las disciplinas en que varía el
significado de las palabras, y, en consecuencia, en todo lo que se relaciona
con las costumbres, en todo lo que es positivo y, por tanto, en el derecho. El
término contrato, verbigracia, no tenía absolutamente en otro tiempo el mismo
sentido que hoy tiene”.
En su felicísimo parangón
entre el derecho y el lenguaje, sentó Hugo la tendencia positiva de la escuela
que iba a iniciarse. No sólo atribuía allí al derecho un origen real e
histórico, sino que también encararía la necesidad de un lenguaje científico
que lo fijara y precisara. De otra manera, se correría siempre el riesgo de
incurrir en las estériles discusiones puramente verbales en que tantas veces
cayeron los juristas romanos, y, más tarde, los filósofos escolásticos y
metafísicos.
En aquella época, en los
principios del siglo XIX, Alemania acababa de librarse de la dominación
francesa, que, en ciertos parajes, aboliendo el antiguo derecho local, había
aplicado el código napoleónico. Esta introducción del derecho extranjero, al
ofender el amor patrio de los alemanes, tendía a demostrarles la insuficiencia
de su derecho, compuesto, en parte, por leyes y estatutos locales de cada uno
de los Estados, y, en parte, por la moderna aplicación y adaptación del antiguo
derecho romano. El momento era inminentemente crítico. El viento jacobino y
romántico soplaba también en Alemania; la idea de mejorar violentamente su
derecho con la creación de un código civil cundía y se acentuaba. Además, este
código general para los estados alemanes representaría un primer paso hacia la
centralización federativa, que se reconocía de urgente necesidad. Las últimas
guerras habían demostrado que, divididos en independientes, los príncipes
alemanes pesaban poco en el equilibrio europeo, pudiendo ser en cualquier
momento sus dominios pasto de la rapacidad extranjera… Por todo esto, el
proyecto de legislación halagaba doblemente los espíritus en el deseo de mejorar
el derecho local y en el anhelo de que la patria común se unificara y se
vengase de las derrotas que Napoleón le infligiera.
Haciéndose eco de esta idea,
el jurisconsulto Thibaut publicó en 1814, un opúsculo acerca “De la necesidad
de un derecho civil para Alemania” (Uber
die Nothwendigkeit eines allgemeinen burgerlichen Rechts für Deutschland). Demostraba
que el derecho alemán era entonces de todo punto insuficiente. Las leyes
nacionales resultaban anticuadas y de forma defectuosa; consistían en disposiciones
inconexas entre sí, dictadas por diversos príncipes alemanes. Ni los juristas
más conservadores podían sostener ya su mantenimiento. Por otra parte, el
derecho romano que se aplicaba en Alemania era extranjero, y respondía mal a
las necesidades nacionales; sus normas eran muchas veces oscuras y
contradictorias, y su conocimiento harto difícil. Para salvar tantas
deficiencias, se hacía indispensable crear un código civil común. A este
efecto, proponía Thibaut la reunión de un congreso de juristas teóricos y
prácticos. No había de esperarse tal perfeccionamiento de las legislaciones
locales, por falta, en ciertos Estados, de juristas suficientemente capaces.
Además, el desenvolvimiento futuro del derecho local, dada la situación
política de Alemania, podía producir una completa desmembración del espíritu
nacional. Tales eran los argumentos jurídicos y políticos de Thibaut.
Inmediatamente, Savigny,
joven jurisconsulto que ya había llamado la atención con su tratado sobre la
“Posesión” (1803), refutó a Thibaut e otro opúsculo, que trataba “De la
vocación de nuestro siglo para la legislación y el derecho” (Vom Beruf unserer Zeit für Gesetzgebung und
Rechts Wissenschaft, 1814). Aunque escita con un fin de polémica, esta obra
fijó ya, definitiva y categóricamente, las bases de la Escuela Histórica que
luego debía completar el autor en el primer volumen de su “Sistema del derecho
romano actual” (System des heutigen
römischen Rechts, 1840-1849).
En la introducción de su
opúsculo planteó Savigny la cuestión en su verdadero terreno. Reconocía que las
ideas de la Revolución francesa habían cundido en Alemania, que el código
napoleónico había penetrado allí a modo de gangrena, que se sentía en ciertos
estados la necesidad de mejorar la justicia civil… Al relacionar la tendencia
codificadora con la filosofía de la última mitad del siglo XVIII, decía: “En
aquel tiempo surgió en Europa un ciego ardor por la organización. Se había
perdido todo sentimiento y todo amor por cuanto había de grande en los demás
siglos, al par que por el natural desenvolvimiento de los pueblos y de las
instituciones, es decir, por todo aquello que la historia produce de más
saludable y provechoso, fijándose exageradamente la atención en la época
actual, que se creía destinada nada menos que a la efectiva realización de una
perfección absoluta”. Formulada su protesta contra el jacobinismo
filosófico-político, Savigny protestaba también contra la opinión profesada por
la gran mayoría de los juristas alemanes de su época sobre el origen y la
naturaleza del derecho. Se creía que todo derecho, en su estado normal, no era
más que el resultado de la ley, esto es, de la potestad suprema del Estado. De
ahí que se encareciera la necesidad de un código civil completo.
Sentado el problema de la codificación alemana
como corolario común del enciclopedismo francés y del racionalismo alemán,
entraba Savigny a exponer el verdadero origen del derecho positivo. No se podía
ya admitir que éste fuera u producto del azar o de la voluntad de los hombres,
antes bien, resultaba de las necesidades y de la vida de los pueblos. Había una
forzosa conexión entre el derecho y el hecho. La relación del derecho con la
vida general del pueblo podía ser llamada su “elemento político”; su relación
con la ciencia de los juristas, su “elemento técnico”. La prueba de esta
correlación entre la vida social y el derecho, la prueba de que la formación
del derecho no dependía del azar ni de la voluntad de los hombres, estribaba en
que, cada vez que se planteaba un problema jurídico, uno se encontraba en
presencia de reglas jurídicas ya completamente formadas, que le eran más o
menos aplicables. Lejos de ser una creación del Estado, el derecho era un
producto de “espíritu del pueblo” (Volksgeist).
Surgió el derecho en los
pueblos antiguos de unan manera concreta y casuística, revelándose en una serie
de actos formales y simbólicos. Estos actos podían considerarse como la
verdadera gramática del derecho en el período primitivo, y era cosa digna de
notarse que la tarea principal de los jurisconsultos romanos consistió
precisamente en aplicarlos y mantenerlos. Pero la circunstancia de no necesitar
ya de aquellos actos formales y simbólicos no autorizaba a despreciarlos, ni
menos a suponer que el derecho hubiera podido formarse prescindiendo de ellos,
arbitraria y racionalmente. La historia general, y sobre todo la del derecho
romano, demostraba lo falso de tal hipótesis.
Sin embrago, aunque producto
espontáneo del pueblo y de la historia, debía reconocerse que el derecho podía
ser modificado por la leyes. Había ocurrido esto especialmente de dos modos:
cuando se establecía con fines políticos determinados, como las leyes Julia y
Papia Poppea, bajo Augusto, y cuando se establecía para resolver y fijar
cuestiones de suyas dudosas; verbigracia, el tiempo de las prescripciones. Pero
estas influencias parciales de la legislación no eran las que se trataba de
realizar entonces; otros eran los propósitos al pretenderse la creación del
código general: la mejora del derecho nacional y la unificación política de
Alemania.
Ambos propósitos, contestaba
Savigny, resultaban difíciles, inoportunos, casi imposibles. Ante todo, no era
verdad que la razón humana pudiese improvisar códigos claros y completos. Estos
se había demostrado en las muchas deficiencias del código napoleónico, en todas
las dudas y controversias que suscitaba, y en los interminables volúmenes de
comentarios que no llegaban jamás a aclararlo definitivamente. De más o menos,
los mismos inconvenientes y faltas adolecían los otros dos códigos modernos: la
compilación prusiana (Landsrecht) y
el código austriaco. Sólo en ciertas épocas de excepcional actividad
intelectual había florecido el derecho, hasta el punto de hace posible la
codificación. Bacón quería que el siglo que llegase a producir un código sobrepujara
en inteligencia a todos los anteriores. Savigny pensaba que Alemania no estaba
en manera alguna preparada para tamaña empresa. El derecho no se cultivaba
suficientemente, por una parte, y por otra no había la menor uniformidad entre
las tendencias jurídicas de los diversos estados. Los distintos sistemas
locales no coincidían entre sí, lo que sería nuevo en un país resultaría
antiguo en otro. El establecimiento del código general iba a ser algo como una
superfetación.
¿Qué es lo que debía hacerse,
dado que la situación tenía a todo el mundo descontento? El remedio estaba en
una organización progresiva de la ciencia del derecho, ciencia que podía ser
común a toda la nación. Mientras se progresaba en la teoría y en las
investigaciones jurídicas, los Estados que tuvieran un código, como Prusia,
continuarían aplicándolo de acuerdo con la tradición y la costumbre. En los que
sólo existían un derecho común y un derecho municipal, tres cosas habían de
constituir las prósperas condiciones del derecho civil: 1°, fuentes suficientes
de derecho; 2°, magistrados de probidad experimentada; 3°, una bien entendida
forma de procedimientos.
En el campo de la práctica y
en el de la teoría, Savigny venció a Thibaut. La Escuela Histórica tomó
inmediatamente vuelo, y entusiasmó a los más grandes jurisconsultos de
Alemania. Pero propalar sus ideas, Savigny, Eichhorn y Göschen fundaron, en
1815, la “Revista de la ciencia histórica del derecho” (Zeitschrift für geschichtliche Rechtswissenschaft), en la que
aparecieron interesantes trabajos de sus fundadores, y de Hugo, Dirksen, Grimm,
Haase y otros jurisconsultos. Puede decirse que la nueva escuela quedó
triunfante, al menos por el momento, refutando conjuntamente la teoría
filosófica del derecho y la tendencia codificadora. Se consideró ya herida de
muerte la antigua concepción del derecho natural, y reemplazada por la nueva
concepción empírica e histórica del derecho.
La victoria del historicismo
jurídico, dicho sea al pasar, debe reputarse como uno de los ejemplos más admirables
de la eficacia y utilidad de los estudios clásicos y filológicos. Sin esta
preparación y base, de aquellos
preclaros juristas no hubieran podido combatir el espíritu jacobino de la
época. En tal caso, se habría llevado a la práctica, sin duda harto prematura e
inoportunamente, el proyecto de codificación, produciendo quizá gravísimos
trastornos para el ulterior desenvolvimiento político, económico y cultural de
las naciones que iban a componer el futuro imperio. Lejos de anticiparse, la
grandeza de Alemania se habría retardado.