miércoles, 19 de marzo de 2014

La Escuela de Viena

Introducción:

Hans Kelsen (1881-1973).

Kelsen nació en Praga, profesó desde 1917 en la Universidad de Viena, siendo uno de los principales promotores de la llamada Escuela Legal vienesa. De 1930 a 1933 profesó en la Universidad de Colonia; en 1933 se trasladó a Ginebra, y en 1940 a Estados Unidos, donde ha profesado en diversas instituciones, como Harvard y la Universidad de California.
Desde el punto de vista filosófico, las teorías jurídicas de Kelsen están ligadas a la rigurosa distinción kantiana entre el “ser” y el “deber ser”, especialmente tal como fue elaborada por los filósofos de la Escuela de Marburgo y, entre ellos, por Rudolf Stammler en obras como Theorie der Rechtswissenscharft (1911) y Lehrbuch der Rechtsphilosophie (1923), donde dicho autor estableció los fundamentos aprióricos de los conceptos fundamentales jurídicos. Por este motivo se ha considerado con frecuencia a Kelsen como un kantiano, o neokantiano, en la dirección de Stammler y también en buena parte en la de Giorgio del Vecchio.
Las teorías jurídicas de Kelsen son conocidas con el nombre de “Teorías pura del Derecho”. La ciencia del Derecho es para Kelsen una pura teoría normativa, independiente de todo hecho (natural, histórico) y de toda ley positiva. Las normas de que se ocupa ta ciencia del Derecho son “normas en cuanto significaciones” y no “normas en cuanto actos”. Las leyes de la teoría pura del Derecho son “leyes puras”, análogas a “idealidades” o “esencias”. Sin embargo, la independencia de tales normas y leyes de los hechos no significa que no estén relacionadas con hechos; significa sólo que preceden a los hechos, de un modo análogo a como, en sentido fenomenológico, una ciencia de esencias antecede lógicamente a una ciencia de hechos.
Normas y leyes puras no son, como pudiera pensarse, “vacías”: tienen su propio contenido, pero es un contenido ideal y no real. En este sentido, Kelsen ha llevado a un extremo el formalismo jurídico, ya que ha introducido formas legales propias. Kelsen ha respondido a las objeciones de que con ello la ciencia del Derecho se convierte en una “mera ciencia conceptual”, alegando que en tal caso la física estaría en la misma situación con respecto a los fenómenos naturales. La conceptuación jurídica puede ser, por tanto, pura sin por ello ser “vacía”.
La teoría pura del Derecho propuesta por Kelsen es una teoría universal en el sentido de que es una teoría de toda posible ley. Puede considerarse como una rama de la lógica o, en todo caso, de la filosofía formal. Los conceptos que establece y elabora constituyen el fundamento de todos los conceptos jurídicos. Por consiguiente, según Kelsen y los miembros de la Escuela Legal vienesa, ninguna investigación jurídica puede prescindir de la teoría pura como su base.
No debe confundirse la teoría pura del Derecho con una ciencia de “lo que debe ser” en tanto que “lo que debe ser moralmente”, ni tampoco con una ciencia de “lo justo”. Las nociones relativas a lo justo y a la justicia se hallan fundadas en la teoría pura del Derecho. La universalidad de ésta es distinta de la universalidad de un supuesto “Derecho natural”, el cual es un estado de hecho y no de “puro derecho”.1


1- Ferrater Mora, José. Diccionario de Filosofía. Barcelona: Editorial Ariel, 3° reimpresión, 2004.





domingo, 2 de marzo de 2014

La Escuela Histórica del Derecho


Introducción:


               La filosofía de fines del siglo XVIII y de principios del XIX, por su marcado carácter individualista y crítico, conceptuaba el derecho como una hechura de la razón humana. De ahí que éste dependiera, en cada país, de sus legisladores. La ley era su fuente; podía establecerlo, enmendarlo, improvisarlo. Semejante doctrina tenía como consecuencia lógica y práctica el principio que se ha llamado de la codificación. Todos y cada uno de los pueblos, con el fin de mejorar las condiciones de la vida ciudadana, debían dictarse códigos completos, racionalmente concebidos y desarrollados, que provinieren y resolvieren cualquier conflicto y dudas jurídicas. Fuentes claras y precisas, puestas en conocimiento de todos, reducirían y simplificarían la acción de los tribunales. Los jueces, en los pocos casos en que fueron requeridos, no necesitarían ya de consultar los viejos estatutos, las costumbres antiguas, los principios del derecho romano, pues siempre hallarían previstas y solucionadas las controversias y pleitos. Era el principio jacobino de la Revolución francesa aplicada al derecho: destruir las tradiciones para crear, según los dictados de la razón, el mejor derecho posible, y crearlo con la eficacia de códigos completos y sistemáticos que derogasen las leyes y costumbres del pasado y establecieron el derecho y la justicia del porvenir.
Contra esta tendencia reaccionó vigorosamente la Escuela Histórica. Las primeras bases de la nueva doctrina jurídica fueron sentadas por Gustavo Hugo (1768-1834). Pero el verdadero fundador de la escuela, el que la cimentó definitivamente y dedicó su vida a difundirla, fue Federico Carlos von Savigny (1779-1860), sin duda unos de los más grande jurisconsultos del siglo XIX.
Aunque sin atacar directamente al racionalismo jurídico, Hugo, conociendo las generalizaciones de la escuela de Vico, de Montesquieu y de Herder, e instruido en las teorías filosóficas de su época, esbozó el concepto histórico del derecho. Su “Manual de derecho natural como una filosofía del derecho positivo” (Lehrbuch des Naturrechts als eine Philosophie des positiven Rechts, 1809) se divide en dos partes. Trata la primera del hombre, considerado a la vez como animal, como ser racional y como miembro del Estado, es decir, desde puntos de vista complejos y reales. En la segunda, al exponer los principios del derecho civil y del derecho público, comienza  por examinar la cuestión capital de cómo se ha formado el derecho, y, en un pasaje notable, siembra los gérmenes de la Escuela Histórica. Comprueba, en efecto, que, en todos los pueblos, especialmente en Roma y en Inglaterra, el derecho se ha formado fuera de la autoridad legislativa, ya en la costumbre y el derecho pretoriano, ya en el “Cannon law”.
 Completó Hugo esta noción en un artículo famoso titulado “¿Son las leyes las únicas fuentes de reglas jurídicas?” (1814). Hizo en él su comparación entre el origen del derecho y el del lenguaje, que luego habían de repetir casi todos los tratadistas clásicos de la Escuela Histórica. Hasta tiempos cercanos se había supuesto que un Dios creó al hombre, enseñándole de golpe y zumbido el lenguaje. El lenguaje, inventado así por Dios y revelado a la humanidad, habría sido instituido como por una ley. Otros pensaban que fue creado por los hombres, quienes, en un acuerdo mutuo y común, dieron un significado preciso a las palabras… Ya nadie atribuye al lenguaje semejantes orígenes, decía Hugo. La moderna filología enseña cuál es su verdadera génesis y de dónde arrancan sus progresivas transformaciones. El hombre primitivo debió servirse de unos cuantos gritos onomatopéyicos casi inarticulados para expresar las sensaciones de dolor y de placer, el hambre y el amor, el peligro, la contrariedad y el triunfo, el odio y la simpatía social. Poco a poco se fue precisando el significado de estos gritos, hasta articularse en forma de raíces lingüísticas. Luego, las facultades de generalización de la mente humana llegaron a expresar, con un sonido dado, una cualidad dada, y de ese sonido han derivado los adjetivos, sustantivos y verbos referentes a dicha cualidad. Por ejemplo, de las raíces que han significado, en sánscrito, lo que se arrastra, lo que corre y lo que manda, han precedido los sustantivos serpiente, caballo y jefe, y de estos sustantivos, los verbos arrastrarse, correr y mandar.
Del mismo modo, la costumbre y el derecho se ha producido y desenvuelto gradualmente sin la intervención directa y súbita de Dios, ni de ningún pacto o acuerdo humano. Las necesidades y usos de los pueblos han sido las verdaderas causas de la formación paulatina del derecho, que viene así a ser un producto de la historia. “Es una parte de la lengua, agregaba Hugo. Lo mismo podría decirse de toda ciencia: una ciencia es un lenguaje bien hecho. Ni siquiera las matemáticas son excepciones de esta regla… Ella es todavía más verdadera en las disciplinas en que varía el significado de las palabras, y, en consecuencia, en todo lo que se relaciona con las costumbres, en todo lo que es positivo y, por tanto, en el derecho. El término contrato, verbigracia, no tenía absolutamente en otro tiempo el mismo sentido que hoy tiene”.
En su felicísimo parangón entre el derecho y el lenguaje, sentó Hugo la tendencia positiva de la escuela que iba a iniciarse. No sólo atribuía allí al derecho un origen real e histórico, sino que también encararía la necesidad de un lenguaje científico que lo fijara y precisara. De otra manera, se correría siempre el riesgo de incurrir en las estériles discusiones puramente verbales en que tantas veces cayeron los juristas romanos, y, más tarde, los filósofos escolásticos y metafísicos.
En aquella época, en los principios del siglo XIX, Alemania acababa de librarse de la dominación francesa, que, en ciertos parajes, aboliendo el antiguo derecho local, había aplicado el código napoleónico. Esta introducción del derecho extranjero, al ofender el amor patrio de los alemanes, tendía a demostrarles la insuficiencia de su derecho, compuesto, en parte, por leyes y estatutos locales de cada uno de los Estados, y, en parte, por la moderna aplicación y adaptación del antiguo derecho romano. El momento era inminentemente crítico. El viento jacobino y romántico soplaba también en Alemania; la idea de mejorar violentamente su derecho con la creación de un código civil cundía y se acentuaba. Además, este código general para los estados alemanes representaría un primer paso hacia la centralización federativa, que se reconocía de urgente necesidad. Las últimas guerras habían demostrado que, divididos en independientes, los príncipes alemanes pesaban poco en el equilibrio europeo, pudiendo ser en cualquier momento sus dominios pasto de la rapacidad extranjera… Por todo esto, el proyecto de legislación halagaba doblemente los espíritus en el deseo de mejorar el derecho local y en el anhelo de que la patria común se unificara y se vengase de las derrotas que Napoleón le infligiera.
Haciéndose eco de esta idea, el jurisconsulto Thibaut publicó en 1814, un opúsculo acerca “De la necesidad de un derecho civil para Alemania” (Uber die Nothwendigkeit eines allgemeinen burgerlichen Rechts für Deutschland). Demostraba que el derecho alemán era entonces de todo punto insuficiente. Las leyes nacionales resultaban anticuadas y de forma defectuosa; consistían en disposiciones inconexas entre sí, dictadas por diversos príncipes alemanes. Ni los juristas más conservadores podían sostener ya su mantenimiento. Por otra parte, el derecho romano que se aplicaba en Alemania era extranjero, y respondía mal a las necesidades nacionales; sus normas eran muchas veces oscuras y contradictorias, y su conocimiento harto difícil. Para salvar tantas deficiencias, se hacía indispensable crear un código civil común. A este efecto, proponía Thibaut la reunión de un congreso de juristas teóricos y prácticos. No había de esperarse tal perfeccionamiento de las legislaciones locales, por falta, en ciertos Estados, de juristas suficientemente capaces. Además, el desenvolvimiento futuro del derecho local, dada la situación política de Alemania, podía producir una completa desmembración del espíritu nacional. Tales eran los argumentos jurídicos y políticos de Thibaut.
Inmediatamente, Savigny, joven jurisconsulto que ya había llamado la atención con su tratado sobre la “Posesión” (1803), refutó a Thibaut e otro opúsculo, que trataba “De la vocación de nuestro siglo para la legislación y el derecho” (Vom Beruf unserer Zeit für Gesetzgebung und Rechts Wissenschaft, 1814). Aunque escita con un fin de polémica, esta obra fijó ya, definitiva y categóricamente, las bases de la Escuela Histórica que luego debía completar el autor en el primer volumen de su “Sistema del derecho romano actual” (System des heutigen römischen Rechts, 1840-1849).
En la introducción de su opúsculo planteó Savigny la cuestión en su verdadero terreno. Reconocía que las ideas de la Revolución francesa habían cundido en Alemania, que el código napoleónico había penetrado allí a modo de gangrena, que se sentía en ciertos estados la necesidad de mejorar la justicia civil… Al relacionar la tendencia codificadora con la filosofía de la última mitad del siglo XVIII, decía: “En aquel tiempo surgió en Europa un ciego ardor por la organización. Se había perdido todo sentimiento y todo amor por cuanto había de grande en los demás siglos, al par que por el natural desenvolvimiento de los pueblos y de las instituciones, es decir, por todo aquello que la historia produce de más saludable y provechoso, fijándose exageradamente la atención en la época actual, que se creía destinada nada menos que a la efectiva realización de una perfección absoluta”. Formulada su protesta contra el jacobinismo filosófico-político, Savigny protestaba también contra la opinión profesada por la gran mayoría de los juristas alemanes de su época sobre el origen y la naturaleza del derecho. Se creía que todo derecho, en su estado normal, no era más que el resultado de la ley, esto es, de la potestad suprema del Estado. De ahí que se encareciera la necesidad de un código civil completo.
 Sentado el problema de la codificación alemana como corolario común del enciclopedismo francés y del racionalismo alemán, entraba Savigny a exponer el verdadero origen del derecho positivo. No se podía ya admitir que éste fuera u producto del azar o de la voluntad de los hombres, antes bien, resultaba de las necesidades y de la vida de los pueblos. Había una forzosa conexión entre el derecho y el hecho. La relación del derecho con la vida general del pueblo podía ser llamada su “elemento político”; su relación con la ciencia de los juristas, su “elemento técnico”. La prueba de esta correlación entre la vida social y el derecho, la prueba de que la formación del derecho no dependía del azar ni de la voluntad de los hombres, estribaba en que, cada vez que se planteaba un problema jurídico, uno se encontraba en presencia de reglas jurídicas ya completamente formadas, que le eran más o menos aplicables. Lejos de ser una creación del Estado, el derecho era un producto de “espíritu del pueblo” (Volksgeist).
Surgió el derecho en los pueblos antiguos de unan manera concreta y casuística, revelándose en una serie de actos formales y simbólicos. Estos actos podían considerarse como la verdadera gramática del derecho en el período primitivo, y era cosa digna de notarse que la tarea principal de los jurisconsultos romanos consistió precisamente en aplicarlos y mantenerlos. Pero la circunstancia de no necesitar ya de aquellos actos formales y simbólicos no autorizaba a despreciarlos, ni menos a suponer que el derecho hubiera podido formarse prescindiendo de ellos, arbitraria y racionalmente. La historia general, y sobre todo la del derecho romano, demostraba lo falso de tal hipótesis.
Sin embrago, aunque producto espontáneo del pueblo y de la historia, debía reconocerse que el derecho podía ser modificado por la leyes. Había ocurrido esto especialmente de dos modos: cuando se establecía con fines políticos determinados, como las leyes Julia y Papia Poppea, bajo Augusto, y cuando se establecía para resolver y fijar cuestiones de suyas dudosas; verbigracia, el tiempo de las prescripciones. Pero estas influencias parciales de la legislación no eran las que se trataba de realizar entonces; otros eran los propósitos al pretenderse la creación del código general: la mejora del derecho nacional y la unificación política de Alemania.
Ambos propósitos, contestaba Savigny, resultaban difíciles, inoportunos, casi imposibles. Ante todo, no era verdad que la razón humana pudiese improvisar códigos claros y completos. Estos se había demostrado en las muchas deficiencias del código napoleónico, en todas las dudas y controversias que suscitaba, y en los interminables volúmenes de comentarios que no llegaban jamás a aclararlo definitivamente. De más o menos, los mismos inconvenientes y faltas adolecían los otros dos códigos modernos: la compilación prusiana (Landsrecht) y el código austriaco. Sólo en ciertas épocas de excepcional actividad intelectual había florecido el derecho, hasta el punto de hace posible la codificación. Bacón quería que el siglo que llegase a producir un código sobrepujara en inteligencia a todos los anteriores. Savigny pensaba que Alemania no estaba en manera alguna preparada para tamaña empresa. El derecho no se cultivaba suficientemente, por una parte, y por otra no había la menor uniformidad entre las tendencias jurídicas de los diversos estados. Los distintos sistemas locales no coincidían entre sí, lo que sería nuevo en un país resultaría antiguo en otro. El establecimiento del código general iba a ser algo como una superfetación.
¿Qué es lo que debía hacerse, dado que la situación tenía a todo el mundo descontento? El remedio estaba en una organización progresiva de la ciencia del derecho, ciencia que podía ser común a toda la nación. Mientras se progresaba en la teoría y en las investigaciones jurídicas, los Estados que tuvieran un código, como Prusia, continuarían aplicándolo de acuerdo con la tradición y la costumbre. En los que sólo existían un derecho común y un derecho municipal, tres cosas habían de constituir las prósperas condiciones del derecho civil: 1°, fuentes suficientes de derecho; 2°, magistrados de probidad experimentada; 3°, una bien entendida forma de procedimientos.
En el campo de la práctica y en el de la teoría, Savigny venció a Thibaut. La Escuela Histórica tomó inmediatamente vuelo, y entusiasmó a los más grandes jurisconsultos de Alemania. Pero propalar sus ideas, Savigny, Eichhorn y Göschen fundaron, en 1815, la “Revista de la ciencia histórica del derecho” (Zeitschrift für geschichtliche Rechtswissenschaft), en la que aparecieron interesantes trabajos de sus fundadores, y de Hugo, Dirksen, Grimm, Haase y otros jurisconsultos. Puede decirse que la nueva escuela quedó triunfante, al menos por el momento, refutando conjuntamente la teoría filosófica del derecho y la tendencia codificadora. Se consideró ya herida de muerte la antigua concepción del derecho natural, y reemplazada por la nueva concepción empírica e histórica del derecho.

La victoria del historicismo jurídico, dicho sea al pasar, debe reputarse como uno de los ejemplos más admirables de la eficacia y utilidad de los estudios clásicos y filológicos. Sin esta preparación y base,  de aquellos preclaros juristas no hubieran podido combatir el espíritu jacobino de la época. En tal caso, se habría llevado a la práctica, sin duda harto prematura e inoportunamente, el proyecto de codificación, produciendo quizá gravísimos trastornos para el ulterior desenvolvimiento político, económico y cultural de las naciones que iban a componer el futuro imperio. Lejos de anticiparse, la grandeza de Alemania se habría retardado.  

viernes, 28 de febrero de 2014

El Iusnaturalismo Teológico y la Escuela Clásica del Derecho Natural:

Introducción:

El Iusnaturalismo Teológico:

             Para los hebreos, el derecho fue siempre como una proyección de la misma divinidad. Dios, principio absoluto y fuente de toda razón, disponía del bien y del mal. Creó la moral y el derecho, y los transmitió a los hombres por el supremo procedimiento de la revelación. Al inspirar a los profetas sus libros sagrados, estableció las inmutables bases del derecho, claro es que sin separarlo de la moral. Lo moral y lo justo eran los actos y sentimientos permitidos y premiados por Dios y por sus representantes en la tierra.
Respecto de la íntima conexión entre lo moral y lo jurídico, la doctrina de Cristo divergió radicalmente de la hebraica. En todas las civilizaciones antiguas hubo íntima unión entre el gobierno y la fe. El Estado y la Iglesia venían a constituir dos formas de una misma organización político-social. No se hubiera podido separar la religión de la política sin quitarles una parte de su fuerza y dinamismo a cada una, y sin destruir en sus bases y raíces el poder y la administración. Jesús innova en este punto, dando origen a la era moderna. Por primera vez en la historia de las religiones, el cristianismo puro, esto es, la doctrina de los evangelios, de los apósteles y padres apostólicos, proclamó una completa separación del Estado y la Iglesia. “Dad a César es lo que es de César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo, XX, 21). El poder, la propiedad, la división social del trabajo, cuanto atañe especialmente a la administración y gobierno, era de derecho romano e imperial; sólo pertenecían a la religión el mundo interno o de la conciencia.  Así como se abstrajo de toda metafísica, salvo en sostener su filiación divina,  se apartaba de toda política. La ciudad del hombre no sería nunca la ciudad de Dios. El Estado y la Iglesia debían desenvolverse como paralelamente, en distintos planos, sin confundirse jamás.
Los padres eclesiásticos no llegaron, sin embrago, a sostener claramente esta separación entre la Iglesia y el Estado, entre la moral y lo jurídico-político. Por el contrario, los canonistas ensancharon en cuanto pudieron los dominios del derecho canónico. En la Edad Media, conviene recordarlo, la Iglesia ejercitó el derecho de justicia sobre los feudos, como las demás soberanías. Esta justicia eclesiástica era, naturalmente, por la superior organización y la mayor cultura del clero, mucho más regular y equitativo que la laica. Además, en todos los Estados cristianos, la Iglesia intervenía con plenos poderes en los tres hechos capitales de la vida civil: el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Fue así como el derecho canónico invadió, teórica y prácticamente, el campo del derecho civil.
No debemos olvidar, empero, que San Agustín y Tomás de Aquino, manifestaron indiferencia y hasta menosprecio hacia el derecho patrimonial. Según ellos, la propiedad no es verdaderamente de derecho natural; no se ha instituido por la revelación. Es sólo derecho imperial humano, adventicio; debe considerarse como indiferente, desde el alto punto de vista ético-religioso, al menos mientras no se aplique a los fines de la salvación. Tampoco ha de olvidarse, por otra parte, que la Iglesia, excepto en sus estados y feudos particulares, no ejecutaba por sí misma las resoluciones de sus tribunales. Relajaba al procesado al brazo secular, para que el Estado hiciera efectiva la sanción. Aparte de su derecho de excomulgar a los pecadores, se limitaba, ya a declarar nulo o inválido un acto jurídico, ya a considerar al reo digno de una pena corporal o infamante. Pero, mientras el Estado no reconociera la competencia del tribunal eclesiástico y no diera efectividad a sus fallos, la Iglesia carecía de fuerza para hacerlo cumplir. De este modo, la doctrina del cristianismo puro acerca de la separación entre la Iglesia y el Estado, entre lo moral y lo jurídico, quedaba aparentemente incólume. La teoría de la soberanía de derecho divino, vino a ser como un sistema ecléctico y de transición. No era ya la teocracia de las civilizaciones orientales, anteriores a la era cristiana; pero tampoco la concepción política del cristianismo puro. Esto no se consiguió hasta la edad contemporánea, y fue obra del filosofismo del siglo XVIII y de la Revolución francesa.
Ya mucho antes de esta época, en la segunda mitad de la Edad Media, cuando se produjo en las naciones más civilizadas de Europa el movimiento de recepción del derecho romano, los “legistas” redujeron las excesivas proporciones que venía tomando el derecho canónico. Resolvían los conflictos con los textos antiguos, prescindiendo hasta cierto punto del concepto teológico. Además, aumentaron el poder real, atribuyendo al príncipe las facultades que tuvieron los emperadores romanos. Cuando los asuntos presentaban alguna dificultad, los llamaban “casos reales”, y los sometían a la decisión del príncipe. Abusando de estos “casos reales”, ensancharon la acción de la justicia laica. De esta manera contribuyeron desde entonces a preparar la reacción de la filosofía y de la jurisprudencia de los tiempos modernos contra la vieja concepción teológica del derecho.
Paralelamente a estos antecedentes históricos, la doctrina teológica del derecho ha sido expuesta por Tomás de Aquino (1227-1274), sobre todo en su Summa Theologiae. Él distingue cuatro especies de leyes: 1- la ley eterna; 2- la ley natural; 3- la ley humana; 4- la ley divina. La primera es universal y como preexistente a Dios. La segunda dimana de la razón, e impulsa al hombre hacia su verdadero fin. La tercera procede de la segunda, y tiende a la felicidad terrestre. La cuarta emana de la omnipotencia divina, y propende a la salvación del alma.
Ahora bien, la ley jurídica debe ajustarse a los dictados de la razón, es decir, no debe contrariar a la naturaleza ni a Dios. De este modo, Tomás de Aquino la aparta de la arbitrariedad del Estado, oponiendo a la regla del Digesto “Quod principe placuit, legis habet vigorem” (lo que place al príncipe, tiene vigor del ley). Sentadas estas premisas, llega a una definición: “La ley es una orden de la razón, dice, que ha sido impuesta, para el bien común, por aquel a cuyo cargo está el cuidado de la comunidad, y que ha sido suficientemente promulgada”. (Tomás de Aquino, Summa, cuestión XC, art. 4)
No obstante su elevación teórica, la doctrina teológica del derecho, tal cual la expuso Tomás de Aquino y la sostuvo su escuela, presentaba prácticamente graves deficiencias, que pueden reducirse a las siguientes: 1- aunque atribuía a la ley un origen racional, estableciendo que debía de ser justa, la supeditaba, ya que no al arbitrio del príncipe, a los dogmas eclesiásticos, con lo que de hecho quitaba eficacia al concepto de la ley natural y al poder crítico de la razón humana; 2- la doctrina política de esta escuela, si bien no era la del verdadero absolutismo, no reconocía al pueblo  bastantes medios para impedir los abusos de las potestades seculares en punto a legislación. Por estos inconvenientes, conforme avanzada la cultura en la edad moderna, se hacía cada vez más necesaria una doctrina que reconozca la independencia de la razón humana y la eficacia a sus dictados. De ahí nació la Escuela clásica del Derecho Natural de los siglos XVII y XVIII.

La Escuela Clásica del Derecho Natural:

             La Escuela del Derecho Natural de los siglos XVII y XVIII, cuyo método y conceptos fundamentales eran relativamente uniformes, tomaron su denominación de la nomenclatura general del derecho romano. En efecto, los jurisconsultos romanos establecieron una primera división del derecho en tres grandes categorías: “Ius civile” (derecho civil), propio de los ciudadanos romanos; “Ius gentium”  (derecho de gentes), común a todos los pueblos y el “Ius naturale” (derecho natural), genérico de todos los animales. Ulpiano definía a este derecho diciendo que era “quod natura omnia animalia docuit” (lo que la naturaleza enseña a todos los animales). Semejante Ius naturale debía consistir, pues, en los principios más elementales de la familia y sociabilidad que perecen poseer también los animales superiores. Según Gayo, este derecho tenía su origen en la “naturalis ratio” (razón natural).
Esta noción, de suya vaga y discutible, se hace, en los textos en que se invoca el derecho natural, todavía más difícil y confuso. Es de derecho natural que los hijos obedezcan al padre. Igualmente lo es la regla de que las relaciones jurídicas cesan en la misma forma en que fueron creadas. Por el contrario, es contra el derecho natural, según Paulo, que un hombre pueda poseer un objeto al mismo tiempo que otro hombre. También la es la apropiación del aire y del mar. “Si la prestación estipulada por un contrato es imposible, dice Ulpiano, la convención es imposible; así lo enseña el derecho natural…” Fácilmente se nota que la expresión es usada en varios sentidos: unas veces se refiere a las condiciones objetivas de la naturaleza, y otras veces a los principios más elementales de la moral, así como a las costumbres y sentimientos más arraigados.
Pasando a la expresión del derecho antiguo al moderno, el creador de la “ciencia del derecho natural” fue el famoso sabio holandés Hugo Grocio (1583-1646), en su obra sobre el “Derecho de la guerra y de la paz” (De iures belli ac pacis, 1625). La grandiosa concepción de Grocio consistió en dividir todo el derecho en dos categorías: “Ius voluntarium” (derecho voluntario) dimanado de la voluntad de Dios o de los hombres, y, por consiguiente, variable según la voluntad creadora, y el “Ius naturale” (derecho natural), producto de la naturaleza de los hombres, considerados como seres razonables y especialmente de su necesidad innata de vivir en sociedad (appetitus societatis). Este derecho natural se consideraba invariable y fatal; ni la voluntad humana ni la divina podían modificarlo. Existiría aunque Dios dejara de existir.
La doctrina de Grocio adquirió gran difusión y boga. Era eminentemente metafísica, pues atribuía la creación del derecho positivo a la existencia universal de la voluntad divina y de la humana. Y era anti-teológica, por cuanto emancipaba de la voluntad divina el derecho natural, al cual suponía la misma inmutabilidad que la ciencia de la época concebía en los fenómenos de la naturaleza.
Contemporáneo de Grocio fue el pensador inglés Tomás Hobbes (1588-1679), que también escribió sobre el derecho natural, y dio origen a una nueva escuela: la analítica inglesa. No nos corresponde tratar aquí de dicha escuela ni de su fundador, porque siguieron un método distinto, marcadamente empírico (el positivo de aquella época), y, además, porque se ocuparon preferentemente en el derecho público y sobre todo en el político.
Samuel Puffendorf (1632-1694) fue el verdadero continuador de Grocio, cuyo concepto del derecho natural desarrolló y popularizó, amoldándolo a las teorías de Descartes. Publicó primero un tratado sobre “El derecho natural y de gentes” (De iure naturae et gentium, 1672), del cual hizo poco después una reducción, titulada “De los deberes del hombre y del ciudadano” (De officiis hominis et civis, 1673). Este último libro fue traducido a varios idiomas, y adoptado frecuentemente, como texto de derecho natural, en las escuelas jurídicas de su tiempo.
Grocio no diferenciaba el derecho natural de la moral. Puffendorf, reuniendo ideas y materiales dispersos en las sumas escolásticas, se esforzó en distinguirlo, no sólo del derecho positivo, sino también de la teología moral. En efecto, consideró que el derecho natural derivaba de la recta razón; en positivo, del poder legislador, y la teología moral, de las escrituras sagradas. De esta diferenciación resultaba que, tanto por su origen como por su contenido, el derecho natural era desemejante de las leyes y de la moral. Las leyes podían ser arbitrarias y variables, y el derecho natural había de ser siempre justo y firme. La moral teológica se refería especialmente a la salvación del alma, y el derecho natural a la vida terrena, sin tener para nada en cuenta si existía o no un alma inmortal. La forma sistemática con que expuso Puffendorf esta doctrina, que sin duda se hallaba dentro de las ideas de la época, constituyó el mejor y más duradero fundamento de su obra.
Cristián Tomasio (1622-1684), en sus “Fundamentos del derecho natural y de gentes” (Fundamenta iuris naturae et gentium ex sensu communi deducta, in quibus ubique secernentur principia honesti, iusti ac decori, 1713), y también en sus “Instituciones de jurisprudencia divina” (Institutiones iurisprudentiae divinae) cimentó de una manera más objetiva y precisa las bases del moderno derecho natural. Adquirió entonces éste un carácter tan vasto y categórico, que se confundía con el derecho. Para distinguir el derecho natural de la moral, Tomasio atribuía a aquél normas absolutamente negativas, es decir, las que prescriben al individuo no hacer alguna cosa y determinan al mismo tiempo sus deberes respecto de sus semejantes. La regla fundamental del derecho era, por tanto: “No hagas al otro lo que no quieras que te hagan a ti mismo”. En cambio, las normas de la moral establecían nuestros deberes para con nosotros mismos. La regla de la moral podía, pues, formularse así: “Hazte a ti mismo lo que quieras que los demás se hagan a sí mismos”.
Esta distinción entre el derecho natural y moral resultaba demasiado vaga. La moral, cuando nos manda amar al prójimo, nos impone un deber para con los demás; el derecho de usar de lo nuestro puede constituir una regla de conducta para con nosotros mismos… Por esto, el único alcance que podía tener tal sentido la doctrina de Tomasio era de señalar, con dos fórmulas impropias, el carácter práctico  o exterior del derecho con relación a terceros y a la sociedad, y el carácter teórico e interior de la moral. Esta idea iba a ser más adelante precisada y desarrollada por Kant en una forma nueva.
Leibniz (1646-1716) bosquejó una teoría del derecho natural en una obra juvenil sobre el “Método de la jurisprudencia” (Methodus nova discendae docendaeque iurisprudentiae, 1667) y en su “Código diplomático” (De códice iuris gentium diplomático monitores, 1699). Refutó varios puntos de la doctrina de Grocio y de la de Puffendorf, especialmente en cuanto éstos sostuvieron que el derecho natural no provenía de ningún poder, es decir, ni de Dios ni de los hombres, sino que estaba en la naturaleza de las cosas. Para Leibniz, “el principio del derecho no se halla en la voluntad de Dios, sino en su inteligencia; no en su poder, sino en su sabiduría”. El derecho natural no era propiamente involuntario como una fuerza ciega de la naturaleza; era voluntario, al menos desde el punto de vista teológico y trascendental, pero no tenía sanción efectiva. La justicia era “benevolentia, caritas sapientis”  (la benevolencia y caridad sabias). Con tales fundamentos, llegó Leibniz  sentar una definición: “El derecho natural, decía, es un poder moral, y la obligación una necesidad moral”. El inconveniente de esta doctrina estriba en que, siendo Leibniz más filósofo que jurisconsulto, distinguía de una manera demasiado sutil, es decir, no distinguía bien el derecho natural de la moral. No adelantó, en este punto, de la doctrina de Puffendorf, ni menos de la Tomasio.
Juan Cristián Wolff (1679-1754), en su obra sobre las “Instituciones de derecho natural y de gentes” (Institutiones iures naturae et gentium, 1740), se ocupó en sistematizar la ciencia del derecho natural, de acuerdo con las ideas de Puffendorf y de Leibniz. Aunque falto de originalidad y de profundidad, su ensayo representó un esfuerzo útil y apreciable. Expuso toda una lista de derechos innatos, que puede considerarse como un antecedente de la célebre Declaración de los derechos del hombre (1789) hecha en la Revolución francesa. Pero conviene advertir que las fuentes más inmediatas de esta Declaración parecen ser otras declaraciones semejantes de las constituciones norteamericanas.
El concepto trascendental de las escuelas de derecho natural de los siglos XVII y XVIII, sostenido por Grocio, Puffendorf, Tomasio, Leibniz y Wolff, era eminentemente especulativo. Para estos autores, así como para sus numerosos discípulos, el derecho natural, ya derivara de la naturaleza de las cosas, ya de la sabiduría de Dios, era innato e inmutable. Históricamente se comprende que esta doctrina ético-social tenía por principal fin el de fijar las bases del derecho, para ponerlo a salvo de las arbitrariedades del poder político y aun de la doctrina eclesiástica. Se quería, pues, que la libertad humana hallara en él un baluarte inexpugnable. Desde el punto de vista de la realidad, se cimentaba en la existencia subjetiva de un criterio ético más o menos uniforme en todos los hombres de una misma civilización y época.
El mayor defecto de las escuelas de derecho natural de los siglos XVII y XVIII, consideradas con relación a su época, consistía en la inseguridad de la doctrina. Aunque este derecho se consideraba innato e inmutable, en cuanto a su origen y naturaleza, resultaba hasta cierto punto empírico en su desarrollo y aplicaciones. El empirismo se disimulaba mal, sobre todo en Puffendorf. Tal fue, en substancia, la causa de los serios ataques que dirigió Leibniz a este filósofo. Pero la misma concepción leibniziana era también más o menos híbrida, o sea francamente metafísica en la forma, y, en el fondo, no estaba exenta de cierto empirismo vago y como disfrazado. El método, aunque marcadamente deductivo, dejaba también demasiado visible la influencia de la observación. Se necesitaba, para que la doctrina tuviese decisiva eficacia sobre los espíritus, una construcción verdaderamente pura, es decir, aun más firme en sus bases y aun menos sujeta a la influencia de los acontecimientos históricos. Para llevarla a cabo eran necesarios un método más abstracto, un concepto más preciso de la naturaleza y del poder de la razón humana y deducciones más concretas y claras.   

              

lunes, 24 de febrero de 2014

"Origen del Derecho Positivo"

                                                  Friedrich Carl von Savigny

"...Pero esta conexión orgánica del Derecho con el mundo del ser y el carácter del pueblo se conforma en el transcurso del tiempo, aspecto en el que también puede compararse con el lenguaje. Lo mismo que para éste, para el Derecho tampoco hay ningún momento de pausa absoluta; el Derecho está sometido al mismo movimiento y a la misma evolución que todas las demás tendencias del pueblo, e incluso esta evolución está regida por la misma ley de necesidad interna que aquél fenómeno más temprano. El Derecho, pues, sigue creciendo con el pueblo, se perfecciona con él y finalmente muere, al perder el pueblo su peculiaridad. Pero esta evolución interna, que también tiene lugar en la época de cultura, presenta una gran dificultad para su estudio. Se ha afirmado más atrás que la sede propia del Derecho es la conciencia común del pueblo. Esto puede imaginarse muy bien, por ejemplo, en el Derecho romano, en cuanto a los rasgos fundamentales del mismo, la naturaleza general del matrimonio, de la propiedad, etc., pero por lo que se refiere al detalle de su regulación de la que poseemos un resumen en las Pandectas, todo el mundo tiene que reconocerse impotente. Esta dificultad nos lleva a un nuevo punto de vista del desarrollo del Derecho. Al avanzar la cultura, se diferencian cada vez más todas las actividades del pueblo, y lo que antes se hacía en común recae ahora en estamentos singulares. Como uno de tales estamentos separados, aparece ahora también el de los juristas. El Derecho se perfecciona en lo sucesivo juntamente con el lenguaje, toma una dirección científica y, así como antes vivía en la conciencia de todo el pueblo, recae ahora en la conciencia de los juristas, los cuales representan a partir de entonces al pueblo en esta función. La existencia del Derecho es a partir de ahí más artificiosa y complicada, puesto que vive una doble vida, una como fragmento de la vida total del pueblo, del que no deja de formar parte, y otra como ciencia especial en manos de los juristas. Las concomitancias de este doble principio vital explica todas las manifestaciones posteriores, y es comprensible que esa regulación detallada pueda nacer de una manera completamente orgánica, sin arbitrio ni propósito propiamente dichos".
Savigny, Friedrich Carl. De la vocación de nuestra época para la legislación y la ciencia del derecho. Madrid: Editorial Aguilar, 1970, cap. I.

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