Introducción:
El Iusnaturalismo Teológico:
Para los hebreos, el derecho fue
siempre como una proyección de la misma divinidad. Dios, principio absoluto y
fuente de toda razón, disponía del bien y del mal. Creó la moral y el derecho,
y los transmitió a los hombres por el supremo procedimiento de la revelación.
Al inspirar a los profetas sus libros sagrados, estableció las inmutables bases
del derecho, claro es que sin separarlo de la moral. Lo moral y lo justo eran
los actos y sentimientos permitidos y premiados por Dios y por sus
representantes en la tierra.
Respecto de la íntima conexión
entre lo moral y lo jurídico, la doctrina de Cristo divergió radicalmente de la
hebraica. En todas las civilizaciones antiguas hubo íntima unión entre el
gobierno y la fe. El Estado y la Iglesia venían a constituir dos formas de una
misma organización político-social. No se hubiera podido separar la religión de
la política sin quitarles una parte de su fuerza y dinamismo a cada una, y sin
destruir en sus bases y raíces el poder y la administración. Jesús innova en
este punto, dando origen a la era moderna. Por primera vez en la historia de
las religiones, el cristianismo puro, esto es, la doctrina de los evangelios,
de los apósteles y padres apostólicos, proclamó una completa separación del
Estado y la Iglesia. “Dad a César es lo que es de César y a Dios lo que es de
Dios” (Mateo, XX, 21). El poder, la propiedad, la división social del trabajo,
cuanto atañe especialmente a la administración y gobierno, era de derecho
romano e imperial; sólo pertenecían a la religión el mundo interno o de la
conciencia. Así como se abstrajo de toda
metafísica, salvo en sostener su filiación divina, se apartaba de toda política. La ciudad del
hombre no sería nunca la ciudad de Dios. El Estado y la Iglesia debían
desenvolverse como paralelamente, en distintos planos, sin confundirse jamás.
Los padres eclesiásticos no
llegaron, sin embrago, a sostener claramente esta separación entre la Iglesia y
el Estado, entre la moral y lo jurídico-político. Por el contrario, los
canonistas ensancharon en cuanto pudieron los dominios del derecho canónico. En
la Edad Media, conviene recordarlo, la Iglesia ejercitó el derecho de justicia
sobre los feudos, como las demás soberanías. Esta justicia eclesiástica era,
naturalmente, por la superior organización y la mayor cultura del clero, mucho
más regular y equitativo que la laica. Además, en todos los Estados cristianos,
la Iglesia intervenía con plenos poderes en los tres hechos capitales de la
vida civil: el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Fue así como el derecho
canónico invadió, teórica y prácticamente, el campo del derecho civil.
No debemos olvidar, empero, que San
Agustín y Tomás de Aquino, manifestaron indiferencia y hasta menosprecio hacia
el derecho patrimonial. Según ellos, la propiedad no es verdaderamente de derecho
natural; no se ha instituido por la revelación. Es sólo derecho imperial
humano, adventicio; debe considerarse como indiferente, desde el alto punto de
vista ético-religioso, al menos mientras no se aplique a los fines de la
salvación. Tampoco ha de olvidarse, por otra parte, que la Iglesia, excepto en
sus estados y feudos particulares, no ejecutaba por sí misma las resoluciones
de sus tribunales. Relajaba al procesado al brazo secular, para que el Estado
hiciera efectiva la sanción. Aparte de su derecho de excomulgar a los
pecadores, se limitaba, ya a declarar nulo o inválido un acto jurídico, ya a
considerar al reo digno de una pena corporal o infamante. Pero, mientras el
Estado no reconociera la competencia del tribunal eclesiástico y no diera
efectividad a sus fallos, la Iglesia carecía de fuerza para hacerlo cumplir. De
este modo, la doctrina del cristianismo puro acerca de la separación entre la
Iglesia y el Estado, entre lo moral y lo jurídico, quedaba aparentemente
incólume. La teoría de la soberanía de derecho divino, vino a ser como un
sistema ecléctico y de transición. No era ya la teocracia de las civilizaciones
orientales, anteriores a la era cristiana; pero tampoco la concepción política
del cristianismo puro. Esto no se consiguió hasta la edad contemporánea, y fue
obra del filosofismo del siglo XVIII y de la Revolución francesa.
Ya mucho antes de esta época, en la
segunda mitad de la Edad Media, cuando se produjo en las naciones más
civilizadas de Europa el movimiento de recepción del derecho romano, los
“legistas” redujeron las excesivas proporciones que venía tomando el derecho
canónico. Resolvían los conflictos con los textos antiguos, prescindiendo hasta
cierto punto del concepto teológico. Además, aumentaron el poder real,
atribuyendo al príncipe las facultades que tuvieron los emperadores romanos.
Cuando los asuntos presentaban alguna dificultad, los llamaban “casos reales”,
y los sometían a la decisión del príncipe. Abusando de estos “casos reales”,
ensancharon la acción de la justicia laica. De esta manera contribuyeron desde
entonces a preparar la reacción de la filosofía y de la jurisprudencia de los
tiempos modernos contra la vieja concepción teológica del derecho.
Paralelamente a estos antecedentes
históricos, la doctrina teológica del derecho ha sido expuesta por Tomás de
Aquino (1227-1274), sobre todo en su Summa
Theologiae. Él distingue cuatro especies de leyes: 1- la ley eterna; 2- la
ley natural; 3- la ley humana; 4- la ley divina. La primera es universal y como
preexistente a Dios. La segunda dimana de la razón, e impulsa al hombre hacia
su verdadero fin. La tercera procede de la segunda, y tiende a la felicidad
terrestre. La cuarta emana de la omnipotencia divina, y propende a la salvación
del alma.
Ahora bien, la ley jurídica debe
ajustarse a los dictados de la razón, es decir, no debe contrariar a la
naturaleza ni a Dios. De este modo, Tomás de Aquino la aparta de la
arbitrariedad del Estado, oponiendo a la regla del Digesto “Quod principe placuit, legis habet vigorem”
(lo que place al príncipe, tiene vigor del ley). Sentadas estas premisas, llega
a una definición: “La ley es una orden de la razón, dice, que ha sido impuesta,
para el bien común, por aquel a cuyo cargo está el cuidado de la comunidad, y
que ha sido suficientemente promulgada”. (Tomás de Aquino, Summa, cuestión XC, art. 4)
No obstante su elevación teórica,
la doctrina teológica del derecho, tal cual la expuso Tomás de Aquino y la
sostuvo su escuela, presentaba prácticamente graves deficiencias, que pueden
reducirse a las siguientes: 1- aunque atribuía a la ley un origen racional,
estableciendo que debía de ser justa, la supeditaba, ya que no al arbitrio del
príncipe, a los dogmas eclesiásticos, con lo que de hecho quitaba eficacia al
concepto de la ley natural y al poder crítico de la razón humana; 2- la
doctrina política de esta escuela, si bien no era la del verdadero absolutismo,
no reconocía al pueblo bastantes medios
para impedir los abusos de las potestades seculares en punto a legislación. Por
estos inconvenientes, conforme avanzada la cultura en la edad moderna, se hacía
cada vez más necesaria una doctrina que reconozca la independencia de la razón
humana y la eficacia a sus dictados. De ahí nació la Escuela clásica del
Derecho Natural de los siglos XVII y XVIII.
La Escuela Clásica del
Derecho Natural:
La Escuela del Derecho Natural de
los siglos XVII y XVIII, cuyo método y conceptos fundamentales eran
relativamente uniformes, tomaron su denominación de la nomenclatura general del
derecho romano. En efecto, los jurisconsultos romanos establecieron una primera
división del derecho en tres grandes categorías: “Ius civile” (derecho civil), propio de los ciudadanos romanos; “Ius gentium” (derecho de gentes), común a todos los pueblos
y el “Ius naturale” (derecho
natural), genérico de todos los animales. Ulpiano definía a este derecho
diciendo que era “quod natura omnia
animalia docuit” (lo que la naturaleza enseña a todos los animales).
Semejante Ius naturale debía
consistir, pues, en los principios más elementales de la familia y sociabilidad
que perecen poseer también los animales superiores. Según Gayo, este derecho
tenía su origen en la “naturalis ratio”
(razón natural).
Esta noción, de suya vaga y
discutible, se hace, en los textos en que se invoca el derecho natural, todavía
más difícil y confuso. Es de derecho natural que los hijos obedezcan al padre.
Igualmente lo es la regla de que las relaciones jurídicas cesan en la misma
forma en que fueron creadas. Por el contrario, es contra el derecho natural,
según Paulo, que un hombre pueda poseer un objeto al mismo tiempo que otro
hombre. También la es la apropiación del aire y del mar. “Si la prestación
estipulada por un contrato es imposible, dice Ulpiano, la convención es
imposible; así lo enseña el derecho natural…” Fácilmente se nota que la
expresión es usada en varios sentidos: unas veces se refiere a las condiciones
objetivas de la naturaleza, y otras veces a los principios más elementales de
la moral, así como a las costumbres y sentimientos más arraigados.
Pasando a la expresión del derecho antiguo
al moderno, el creador de la “ciencia del derecho natural” fue el famoso sabio
holandés Hugo Grocio (1583-1646), en su obra sobre el “Derecho de la guerra y
de la paz” (De iures belli ac pacis, 1625). La grandiosa concepción de Grocio
consistió en dividir todo el derecho en dos categorías: “Ius voluntarium” (derecho voluntario) dimanado de la voluntad de
Dios o de los hombres, y, por consiguiente, variable según la voluntad
creadora, y el “Ius naturale”
(derecho natural), producto de la naturaleza de los hombres, considerados como
seres razonables y especialmente de su necesidad innata de vivir en sociedad (appetitus societatis). Este derecho
natural se consideraba invariable y fatal; ni la voluntad humana ni la divina
podían modificarlo. Existiría aunque Dios dejara de existir.
La doctrina de Grocio adquirió
gran difusión y boga. Era eminentemente metafísica, pues atribuía la creación
del derecho positivo a la existencia universal de la voluntad divina y de la
humana. Y era anti-teológica, por cuanto emancipaba de la voluntad divina el
derecho natural, al cual suponía la misma inmutabilidad que la ciencia de la
época concebía en los fenómenos de la naturaleza.
Contemporáneo de Grocio fue el
pensador inglés Tomás Hobbes (1588-1679), que también escribió sobre el derecho
natural, y dio origen a una nueva escuela: la analítica inglesa. No nos
corresponde tratar aquí de dicha escuela ni de su fundador, porque siguieron un
método distinto, marcadamente empírico (el positivo de aquella época), y,
además, porque se ocuparon preferentemente en el derecho público y sobre todo
en el político.
Samuel Puffendorf (1632-1694)
fue el verdadero continuador de Grocio, cuyo concepto del derecho natural
desarrolló y popularizó, amoldándolo a las teorías de Descartes. Publicó
primero un tratado sobre “El derecho natural y de gentes” (De iure naturae et gentium, 1672), del cual hizo poco después una
reducción, titulada “De los deberes del hombre y del ciudadano” (De officiis hominis et civis, 1673).
Este último libro fue traducido a varios idiomas, y adoptado frecuentemente,
como texto de derecho natural, en las escuelas jurídicas de su tiempo.
Grocio no diferenciaba el derecho
natural de la moral. Puffendorf, reuniendo ideas y materiales dispersos en las
sumas escolásticas, se esforzó en distinguirlo, no sólo del derecho positivo,
sino también de la teología moral. En efecto, consideró que el derecho natural
derivaba de la recta razón; en positivo, del poder legislador, y la teología
moral, de las escrituras sagradas. De esta diferenciación resultaba que, tanto
por su origen como por su contenido, el derecho natural era desemejante de las
leyes y de la moral. Las leyes podían ser arbitrarias y variables, y el derecho
natural había de ser siempre justo y firme. La moral teológica se refería
especialmente a la salvación del alma, y el derecho natural a la vida terrena,
sin tener para nada en cuenta si existía o no un alma inmortal. La forma
sistemática con que expuso Puffendorf esta doctrina, que sin duda se hallaba
dentro de las ideas de la época, constituyó el mejor y más duradero fundamento
de su obra.
Cristián Tomasio (1622-1684), en
sus “Fundamentos del derecho natural y de gentes” (Fundamenta iuris naturae et gentium ex sensu communi deducta, in quibus
ubique secernentur principia honesti, iusti ac decori, 1713), y también en
sus “Instituciones de jurisprudencia divina” (Institutiones iurisprudentiae divinae) cimentó de una manera más
objetiva y precisa las bases del moderno derecho natural. Adquirió entonces
éste un carácter tan vasto y categórico, que se confundía con el derecho. Para
distinguir el derecho natural de la moral, Tomasio atribuía a aquél normas
absolutamente negativas, es decir, las que prescriben al individuo no hacer
alguna cosa y determinan al mismo tiempo sus deberes respecto de sus
semejantes. La regla fundamental del derecho era, por tanto: “No hagas al otro
lo que no quieras que te hagan a ti mismo”. En cambio, las normas de la moral
establecían nuestros deberes para con nosotros mismos. La regla de la moral
podía, pues, formularse así: “Hazte a ti mismo lo que quieras que los demás se
hagan a sí mismos”.
Esta distinción entre el derecho natural
y moral resultaba demasiado vaga. La moral, cuando nos manda amar al prójimo,
nos impone un deber para con los demás; el derecho de usar de lo nuestro puede
constituir una regla de conducta para con nosotros mismos… Por esto, el único
alcance que podía tener tal sentido la doctrina de Tomasio era de señalar, con
dos fórmulas impropias, el carácter práctico
o exterior del derecho con relación a terceros y a la sociedad, y el
carácter teórico e interior de la moral. Esta idea iba a ser más adelante precisada
y desarrollada por Kant en una forma nueva.
Leibniz (1646-1716) bosquejó una
teoría del derecho natural en una obra juvenil sobre el “Método de la
jurisprudencia” (Methodus nova discendae
docendaeque iurisprudentiae, 1667) y en su “Código diplomático” (De códice iuris gentium diplomático
monitores, 1699). Refutó varios puntos de la doctrina de Grocio y de la de
Puffendorf, especialmente en cuanto éstos sostuvieron que el derecho natural no
provenía de ningún poder, es decir, ni de Dios ni de los hombres, sino que
estaba en la naturaleza de las cosas. Para Leibniz, “el principio del derecho
no se halla en la voluntad de Dios, sino en su inteligencia; no en su poder,
sino en su sabiduría”. El derecho natural no era propiamente involuntario como
una fuerza ciega de la naturaleza; era voluntario, al menos desde el punto de
vista teológico y trascendental, pero no tenía sanción efectiva. La justicia
era “benevolentia, caritas sapientis”
(la benevolencia y caridad sabias). Con
tales fundamentos, llegó Leibniz sentar
una definición: “El derecho natural, decía, es un poder moral, y la obligación
una necesidad moral”. El inconveniente de esta doctrina estriba en que, siendo
Leibniz más filósofo que jurisconsulto, distinguía de una manera demasiado
sutil, es decir, no distinguía bien el derecho natural de la moral. No
adelantó, en este punto, de la doctrina de Puffendorf, ni menos de la Tomasio.
Juan Cristián Wolff (1679-1754),
en su obra sobre las “Instituciones de derecho natural y de gentes” (Institutiones iures naturae et gentium,
1740), se ocupó en sistematizar la ciencia del derecho natural, de acuerdo con
las ideas de Puffendorf y de Leibniz. Aunque falto de originalidad y de
profundidad, su ensayo representó un esfuerzo útil y apreciable. Expuso toda
una lista de derechos innatos, que puede considerarse como un antecedente de la
célebre Declaración de los derechos del hombre (1789) hecha en la Revolución
francesa. Pero conviene advertir que las fuentes más inmediatas de esta Declaración
parecen ser otras declaraciones semejantes de las constituciones
norteamericanas.
El concepto trascendental de las
escuelas de derecho natural de los siglos XVII y XVIII, sostenido por Grocio,
Puffendorf, Tomasio, Leibniz y Wolff, era eminentemente especulativo. Para
estos autores, así como para sus numerosos discípulos, el derecho natural, ya
derivara de la naturaleza de las cosas, ya de la sabiduría de Dios, era innato
e inmutable. Históricamente se comprende que esta doctrina ético-social tenía
por principal fin el de fijar las bases del derecho, para ponerlo a salvo de
las arbitrariedades del poder político y aun de la doctrina eclesiástica. Se
quería, pues, que la libertad humana hallara en él un baluarte inexpugnable.
Desde el punto de vista de la realidad, se cimentaba en la existencia subjetiva
de un criterio ético más o menos uniforme en todos los hombres de una misma
civilización y época.
El mayor defecto de las escuelas de derecho
natural de los siglos XVII y XVIII, consideradas con relación a su época,
consistía en la inseguridad de la doctrina. Aunque este derecho se consideraba
innato e inmutable, en cuanto a su origen y naturaleza, resultaba hasta cierto
punto empírico en su desarrollo y aplicaciones. El empirismo se disimulaba mal,
sobre todo en Puffendorf. Tal fue, en substancia, la causa de los serios
ataques que dirigió Leibniz a este filósofo. Pero la misma concepción
leibniziana era también más o menos híbrida, o sea francamente metafísica en la
forma, y, en el fondo, no estaba exenta de cierto empirismo vago y como
disfrazado. El método, aunque marcadamente deductivo, dejaba también demasiado
visible la influencia de la observación. Se necesitaba, para que la doctrina
tuviese decisiva eficacia sobre los espíritus, una construcción verdaderamente
pura, es decir, aun más firme en sus bases y aun menos sujeta a la influencia
de los acontecimientos históricos. Para llevarla a cabo eran necesarios un
método más abstracto, un concepto más preciso de la naturaleza y del poder de
la razón humana y deducciones más concretas y claras.