viernes, 28 de febrero de 2014

El Iusnaturalismo Teológico y la Escuela Clásica del Derecho Natural:

Introducción:

El Iusnaturalismo Teológico:

             Para los hebreos, el derecho fue siempre como una proyección de la misma divinidad. Dios, principio absoluto y fuente de toda razón, disponía del bien y del mal. Creó la moral y el derecho, y los transmitió a los hombres por el supremo procedimiento de la revelación. Al inspirar a los profetas sus libros sagrados, estableció las inmutables bases del derecho, claro es que sin separarlo de la moral. Lo moral y lo justo eran los actos y sentimientos permitidos y premiados por Dios y por sus representantes en la tierra.
Respecto de la íntima conexión entre lo moral y lo jurídico, la doctrina de Cristo divergió radicalmente de la hebraica. En todas las civilizaciones antiguas hubo íntima unión entre el gobierno y la fe. El Estado y la Iglesia venían a constituir dos formas de una misma organización político-social. No se hubiera podido separar la religión de la política sin quitarles una parte de su fuerza y dinamismo a cada una, y sin destruir en sus bases y raíces el poder y la administración. Jesús innova en este punto, dando origen a la era moderna. Por primera vez en la historia de las religiones, el cristianismo puro, esto es, la doctrina de los evangelios, de los apósteles y padres apostólicos, proclamó una completa separación del Estado y la Iglesia. “Dad a César es lo que es de César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo, XX, 21). El poder, la propiedad, la división social del trabajo, cuanto atañe especialmente a la administración y gobierno, era de derecho romano e imperial; sólo pertenecían a la religión el mundo interno o de la conciencia.  Así como se abstrajo de toda metafísica, salvo en sostener su filiación divina,  se apartaba de toda política. La ciudad del hombre no sería nunca la ciudad de Dios. El Estado y la Iglesia debían desenvolverse como paralelamente, en distintos planos, sin confundirse jamás.
Los padres eclesiásticos no llegaron, sin embrago, a sostener claramente esta separación entre la Iglesia y el Estado, entre la moral y lo jurídico-político. Por el contrario, los canonistas ensancharon en cuanto pudieron los dominios del derecho canónico. En la Edad Media, conviene recordarlo, la Iglesia ejercitó el derecho de justicia sobre los feudos, como las demás soberanías. Esta justicia eclesiástica era, naturalmente, por la superior organización y la mayor cultura del clero, mucho más regular y equitativo que la laica. Además, en todos los Estados cristianos, la Iglesia intervenía con plenos poderes en los tres hechos capitales de la vida civil: el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Fue así como el derecho canónico invadió, teórica y prácticamente, el campo del derecho civil.
No debemos olvidar, empero, que San Agustín y Tomás de Aquino, manifestaron indiferencia y hasta menosprecio hacia el derecho patrimonial. Según ellos, la propiedad no es verdaderamente de derecho natural; no se ha instituido por la revelación. Es sólo derecho imperial humano, adventicio; debe considerarse como indiferente, desde el alto punto de vista ético-religioso, al menos mientras no se aplique a los fines de la salvación. Tampoco ha de olvidarse, por otra parte, que la Iglesia, excepto en sus estados y feudos particulares, no ejecutaba por sí misma las resoluciones de sus tribunales. Relajaba al procesado al brazo secular, para que el Estado hiciera efectiva la sanción. Aparte de su derecho de excomulgar a los pecadores, se limitaba, ya a declarar nulo o inválido un acto jurídico, ya a considerar al reo digno de una pena corporal o infamante. Pero, mientras el Estado no reconociera la competencia del tribunal eclesiástico y no diera efectividad a sus fallos, la Iglesia carecía de fuerza para hacerlo cumplir. De este modo, la doctrina del cristianismo puro acerca de la separación entre la Iglesia y el Estado, entre lo moral y lo jurídico, quedaba aparentemente incólume. La teoría de la soberanía de derecho divino, vino a ser como un sistema ecléctico y de transición. No era ya la teocracia de las civilizaciones orientales, anteriores a la era cristiana; pero tampoco la concepción política del cristianismo puro. Esto no se consiguió hasta la edad contemporánea, y fue obra del filosofismo del siglo XVIII y de la Revolución francesa.
Ya mucho antes de esta época, en la segunda mitad de la Edad Media, cuando se produjo en las naciones más civilizadas de Europa el movimiento de recepción del derecho romano, los “legistas” redujeron las excesivas proporciones que venía tomando el derecho canónico. Resolvían los conflictos con los textos antiguos, prescindiendo hasta cierto punto del concepto teológico. Además, aumentaron el poder real, atribuyendo al príncipe las facultades que tuvieron los emperadores romanos. Cuando los asuntos presentaban alguna dificultad, los llamaban “casos reales”, y los sometían a la decisión del príncipe. Abusando de estos “casos reales”, ensancharon la acción de la justicia laica. De esta manera contribuyeron desde entonces a preparar la reacción de la filosofía y de la jurisprudencia de los tiempos modernos contra la vieja concepción teológica del derecho.
Paralelamente a estos antecedentes históricos, la doctrina teológica del derecho ha sido expuesta por Tomás de Aquino (1227-1274), sobre todo en su Summa Theologiae. Él distingue cuatro especies de leyes: 1- la ley eterna; 2- la ley natural; 3- la ley humana; 4- la ley divina. La primera es universal y como preexistente a Dios. La segunda dimana de la razón, e impulsa al hombre hacia su verdadero fin. La tercera procede de la segunda, y tiende a la felicidad terrestre. La cuarta emana de la omnipotencia divina, y propende a la salvación del alma.
Ahora bien, la ley jurídica debe ajustarse a los dictados de la razón, es decir, no debe contrariar a la naturaleza ni a Dios. De este modo, Tomás de Aquino la aparta de la arbitrariedad del Estado, oponiendo a la regla del Digesto “Quod principe placuit, legis habet vigorem” (lo que place al príncipe, tiene vigor del ley). Sentadas estas premisas, llega a una definición: “La ley es una orden de la razón, dice, que ha sido impuesta, para el bien común, por aquel a cuyo cargo está el cuidado de la comunidad, y que ha sido suficientemente promulgada”. (Tomás de Aquino, Summa, cuestión XC, art. 4)
No obstante su elevación teórica, la doctrina teológica del derecho, tal cual la expuso Tomás de Aquino y la sostuvo su escuela, presentaba prácticamente graves deficiencias, que pueden reducirse a las siguientes: 1- aunque atribuía a la ley un origen racional, estableciendo que debía de ser justa, la supeditaba, ya que no al arbitrio del príncipe, a los dogmas eclesiásticos, con lo que de hecho quitaba eficacia al concepto de la ley natural y al poder crítico de la razón humana; 2- la doctrina política de esta escuela, si bien no era la del verdadero absolutismo, no reconocía al pueblo  bastantes medios para impedir los abusos de las potestades seculares en punto a legislación. Por estos inconvenientes, conforme avanzada la cultura en la edad moderna, se hacía cada vez más necesaria una doctrina que reconozca la independencia de la razón humana y la eficacia a sus dictados. De ahí nació la Escuela clásica del Derecho Natural de los siglos XVII y XVIII.

La Escuela Clásica del Derecho Natural:

             La Escuela del Derecho Natural de los siglos XVII y XVIII, cuyo método y conceptos fundamentales eran relativamente uniformes, tomaron su denominación de la nomenclatura general del derecho romano. En efecto, los jurisconsultos romanos establecieron una primera división del derecho en tres grandes categorías: “Ius civile” (derecho civil), propio de los ciudadanos romanos; “Ius gentium”  (derecho de gentes), común a todos los pueblos y el “Ius naturale” (derecho natural), genérico de todos los animales. Ulpiano definía a este derecho diciendo que era “quod natura omnia animalia docuit” (lo que la naturaleza enseña a todos los animales). Semejante Ius naturale debía consistir, pues, en los principios más elementales de la familia y sociabilidad que perecen poseer también los animales superiores. Según Gayo, este derecho tenía su origen en la “naturalis ratio” (razón natural).
Esta noción, de suya vaga y discutible, se hace, en los textos en que se invoca el derecho natural, todavía más difícil y confuso. Es de derecho natural que los hijos obedezcan al padre. Igualmente lo es la regla de que las relaciones jurídicas cesan en la misma forma en que fueron creadas. Por el contrario, es contra el derecho natural, según Paulo, que un hombre pueda poseer un objeto al mismo tiempo que otro hombre. También la es la apropiación del aire y del mar. “Si la prestación estipulada por un contrato es imposible, dice Ulpiano, la convención es imposible; así lo enseña el derecho natural…” Fácilmente se nota que la expresión es usada en varios sentidos: unas veces se refiere a las condiciones objetivas de la naturaleza, y otras veces a los principios más elementales de la moral, así como a las costumbres y sentimientos más arraigados.
Pasando a la expresión del derecho antiguo al moderno, el creador de la “ciencia del derecho natural” fue el famoso sabio holandés Hugo Grocio (1583-1646), en su obra sobre el “Derecho de la guerra y de la paz” (De iures belli ac pacis, 1625). La grandiosa concepción de Grocio consistió en dividir todo el derecho en dos categorías: “Ius voluntarium” (derecho voluntario) dimanado de la voluntad de Dios o de los hombres, y, por consiguiente, variable según la voluntad creadora, y el “Ius naturale” (derecho natural), producto de la naturaleza de los hombres, considerados como seres razonables y especialmente de su necesidad innata de vivir en sociedad (appetitus societatis). Este derecho natural se consideraba invariable y fatal; ni la voluntad humana ni la divina podían modificarlo. Existiría aunque Dios dejara de existir.
La doctrina de Grocio adquirió gran difusión y boga. Era eminentemente metafísica, pues atribuía la creación del derecho positivo a la existencia universal de la voluntad divina y de la humana. Y era anti-teológica, por cuanto emancipaba de la voluntad divina el derecho natural, al cual suponía la misma inmutabilidad que la ciencia de la época concebía en los fenómenos de la naturaleza.
Contemporáneo de Grocio fue el pensador inglés Tomás Hobbes (1588-1679), que también escribió sobre el derecho natural, y dio origen a una nueva escuela: la analítica inglesa. No nos corresponde tratar aquí de dicha escuela ni de su fundador, porque siguieron un método distinto, marcadamente empírico (el positivo de aquella época), y, además, porque se ocuparon preferentemente en el derecho público y sobre todo en el político.
Samuel Puffendorf (1632-1694) fue el verdadero continuador de Grocio, cuyo concepto del derecho natural desarrolló y popularizó, amoldándolo a las teorías de Descartes. Publicó primero un tratado sobre “El derecho natural y de gentes” (De iure naturae et gentium, 1672), del cual hizo poco después una reducción, titulada “De los deberes del hombre y del ciudadano” (De officiis hominis et civis, 1673). Este último libro fue traducido a varios idiomas, y adoptado frecuentemente, como texto de derecho natural, en las escuelas jurídicas de su tiempo.
Grocio no diferenciaba el derecho natural de la moral. Puffendorf, reuniendo ideas y materiales dispersos en las sumas escolásticas, se esforzó en distinguirlo, no sólo del derecho positivo, sino también de la teología moral. En efecto, consideró que el derecho natural derivaba de la recta razón; en positivo, del poder legislador, y la teología moral, de las escrituras sagradas. De esta diferenciación resultaba que, tanto por su origen como por su contenido, el derecho natural era desemejante de las leyes y de la moral. Las leyes podían ser arbitrarias y variables, y el derecho natural había de ser siempre justo y firme. La moral teológica se refería especialmente a la salvación del alma, y el derecho natural a la vida terrena, sin tener para nada en cuenta si existía o no un alma inmortal. La forma sistemática con que expuso Puffendorf esta doctrina, que sin duda se hallaba dentro de las ideas de la época, constituyó el mejor y más duradero fundamento de su obra.
Cristián Tomasio (1622-1684), en sus “Fundamentos del derecho natural y de gentes” (Fundamenta iuris naturae et gentium ex sensu communi deducta, in quibus ubique secernentur principia honesti, iusti ac decori, 1713), y también en sus “Instituciones de jurisprudencia divina” (Institutiones iurisprudentiae divinae) cimentó de una manera más objetiva y precisa las bases del moderno derecho natural. Adquirió entonces éste un carácter tan vasto y categórico, que se confundía con el derecho. Para distinguir el derecho natural de la moral, Tomasio atribuía a aquél normas absolutamente negativas, es decir, las que prescriben al individuo no hacer alguna cosa y determinan al mismo tiempo sus deberes respecto de sus semejantes. La regla fundamental del derecho era, por tanto: “No hagas al otro lo que no quieras que te hagan a ti mismo”. En cambio, las normas de la moral establecían nuestros deberes para con nosotros mismos. La regla de la moral podía, pues, formularse así: “Hazte a ti mismo lo que quieras que los demás se hagan a sí mismos”.
Esta distinción entre el derecho natural y moral resultaba demasiado vaga. La moral, cuando nos manda amar al prójimo, nos impone un deber para con los demás; el derecho de usar de lo nuestro puede constituir una regla de conducta para con nosotros mismos… Por esto, el único alcance que podía tener tal sentido la doctrina de Tomasio era de señalar, con dos fórmulas impropias, el carácter práctico  o exterior del derecho con relación a terceros y a la sociedad, y el carácter teórico e interior de la moral. Esta idea iba a ser más adelante precisada y desarrollada por Kant en una forma nueva.
Leibniz (1646-1716) bosquejó una teoría del derecho natural en una obra juvenil sobre el “Método de la jurisprudencia” (Methodus nova discendae docendaeque iurisprudentiae, 1667) y en su “Código diplomático” (De códice iuris gentium diplomático monitores, 1699). Refutó varios puntos de la doctrina de Grocio y de la de Puffendorf, especialmente en cuanto éstos sostuvieron que el derecho natural no provenía de ningún poder, es decir, ni de Dios ni de los hombres, sino que estaba en la naturaleza de las cosas. Para Leibniz, “el principio del derecho no se halla en la voluntad de Dios, sino en su inteligencia; no en su poder, sino en su sabiduría”. El derecho natural no era propiamente involuntario como una fuerza ciega de la naturaleza; era voluntario, al menos desde el punto de vista teológico y trascendental, pero no tenía sanción efectiva. La justicia era “benevolentia, caritas sapientis”  (la benevolencia y caridad sabias). Con tales fundamentos, llegó Leibniz  sentar una definición: “El derecho natural, decía, es un poder moral, y la obligación una necesidad moral”. El inconveniente de esta doctrina estriba en que, siendo Leibniz más filósofo que jurisconsulto, distinguía de una manera demasiado sutil, es decir, no distinguía bien el derecho natural de la moral. No adelantó, en este punto, de la doctrina de Puffendorf, ni menos de la Tomasio.
Juan Cristián Wolff (1679-1754), en su obra sobre las “Instituciones de derecho natural y de gentes” (Institutiones iures naturae et gentium, 1740), se ocupó en sistematizar la ciencia del derecho natural, de acuerdo con las ideas de Puffendorf y de Leibniz. Aunque falto de originalidad y de profundidad, su ensayo representó un esfuerzo útil y apreciable. Expuso toda una lista de derechos innatos, que puede considerarse como un antecedente de la célebre Declaración de los derechos del hombre (1789) hecha en la Revolución francesa. Pero conviene advertir que las fuentes más inmediatas de esta Declaración parecen ser otras declaraciones semejantes de las constituciones norteamericanas.
El concepto trascendental de las escuelas de derecho natural de los siglos XVII y XVIII, sostenido por Grocio, Puffendorf, Tomasio, Leibniz y Wolff, era eminentemente especulativo. Para estos autores, así como para sus numerosos discípulos, el derecho natural, ya derivara de la naturaleza de las cosas, ya de la sabiduría de Dios, era innato e inmutable. Históricamente se comprende que esta doctrina ético-social tenía por principal fin el de fijar las bases del derecho, para ponerlo a salvo de las arbitrariedades del poder político y aun de la doctrina eclesiástica. Se quería, pues, que la libertad humana hallara en él un baluarte inexpugnable. Desde el punto de vista de la realidad, se cimentaba en la existencia subjetiva de un criterio ético más o menos uniforme en todos los hombres de una misma civilización y época.
El mayor defecto de las escuelas de derecho natural de los siglos XVII y XVIII, consideradas con relación a su época, consistía en la inseguridad de la doctrina. Aunque este derecho se consideraba innato e inmutable, en cuanto a su origen y naturaleza, resultaba hasta cierto punto empírico en su desarrollo y aplicaciones. El empirismo se disimulaba mal, sobre todo en Puffendorf. Tal fue, en substancia, la causa de los serios ataques que dirigió Leibniz a este filósofo. Pero la misma concepción leibniziana era también más o menos híbrida, o sea francamente metafísica en la forma, y, en el fondo, no estaba exenta de cierto empirismo vago y como disfrazado. El método, aunque marcadamente deductivo, dejaba también demasiado visible la influencia de la observación. Se necesitaba, para que la doctrina tuviese decisiva eficacia sobre los espíritus, una construcción verdaderamente pura, es decir, aun más firme en sus bases y aun menos sujeta a la influencia de los acontecimientos históricos. Para llevarla a cabo eran necesarios un método más abstracto, un concepto más preciso de la naturaleza y del poder de la razón humana y deducciones más concretas y claras.   

              

lunes, 24 de febrero de 2014

"Origen del Derecho Positivo"

                                                  Friedrich Carl von Savigny

"...Pero esta conexión orgánica del Derecho con el mundo del ser y el carácter del pueblo se conforma en el transcurso del tiempo, aspecto en el que también puede compararse con el lenguaje. Lo mismo que para éste, para el Derecho tampoco hay ningún momento de pausa absoluta; el Derecho está sometido al mismo movimiento y a la misma evolución que todas las demás tendencias del pueblo, e incluso esta evolución está regida por la misma ley de necesidad interna que aquél fenómeno más temprano. El Derecho, pues, sigue creciendo con el pueblo, se perfecciona con él y finalmente muere, al perder el pueblo su peculiaridad. Pero esta evolución interna, que también tiene lugar en la época de cultura, presenta una gran dificultad para su estudio. Se ha afirmado más atrás que la sede propia del Derecho es la conciencia común del pueblo. Esto puede imaginarse muy bien, por ejemplo, en el Derecho romano, en cuanto a los rasgos fundamentales del mismo, la naturaleza general del matrimonio, de la propiedad, etc., pero por lo que se refiere al detalle de su regulación de la que poseemos un resumen en las Pandectas, todo el mundo tiene que reconocerse impotente. Esta dificultad nos lleva a un nuevo punto de vista del desarrollo del Derecho. Al avanzar la cultura, se diferencian cada vez más todas las actividades del pueblo, y lo que antes se hacía en común recae ahora en estamentos singulares. Como uno de tales estamentos separados, aparece ahora también el de los juristas. El Derecho se perfecciona en lo sucesivo juntamente con el lenguaje, toma una dirección científica y, así como antes vivía en la conciencia de todo el pueblo, recae ahora en la conciencia de los juristas, los cuales representan a partir de entonces al pueblo en esta función. La existencia del Derecho es a partir de ahí más artificiosa y complicada, puesto que vive una doble vida, una como fragmento de la vida total del pueblo, del que no deja de formar parte, y otra como ciencia especial en manos de los juristas. Las concomitancias de este doble principio vital explica todas las manifestaciones posteriores, y es comprensible que esa regulación detallada pueda nacer de una manera completamente orgánica, sin arbitrio ni propósito propiamente dichos".
Savigny, Friedrich Carl. De la vocación de nuestra época para la legislación y la ciencia del derecho. Madrid: Editorial Aguilar, 1970, cap. I.

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